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lunes, 29 de marzo de 2010

El hada de las flores naranja


El amanecer de ese día lo dejó sin aliento. Las tonalidades naranjas y amarillas hervían ante sus ojos acostumbrados a digerir solo los colores gélidos de su Suecia natal. Había levantado su humanidad muy temprano esa mañana, para disfrutar lo que ahora veía: el moderno crucero que decidió tomar atracando en el puerto de esta isla del Caribe con el alba tropical de fondo. En el horizonte ya se distinguían las grandes grúas de carga, embarcaciones de distintas dimensiones, hombres de mar alistando sus redes para zarpar y gaviotas sobrevolando a la espera de la pesca matutina. Atrás quedaba el invierno, la rabia, Estocolmo, la tristeza, y ella.


El solitario pescador levantó la vista desde su bote y observó otro gran barco que llegaba pleno de turistas. Las autoridades de la isla constantemente trataban de convencer a la gente como él de las ventajas del turismo en masa y de los beneficios para todos los habitantes de aquel humilde trozo de tierra. Pero la amargura lo invadía cuando, cada madrugada de su vida, caminaba desde su casa hasta el puerto en el que el agua marina despedía olores putrefactos; o cada vez que se daba cuenta que debía adentrarse más en el mar, lejos de la costa para conseguir los bancos de peces que eran su único sustento. El cansancio vencía a su juventud. La merma de la pesca a causa del tráfico de cruceros era una de sus preocupaciones, sin embargo su adorada esposa era la principal. Su hermosa Teresa y la enfermedad que se desató en su mente luego de haber perdido su primer embarazo a los siete meses. Fuertes depresiones intercaladas con arrebatos incontrolables de euforia marcaban a su Teresa, a su dulce Teresa, y aún así debía dejarla sola cada mañana para zarpar hacia la distancia.

Sucedió una fría tarde en Estocolmo hacía tres meses. Birgitta había pronunciado aquel discurso que Sven sintió se clavaba en su pecho como una daga implacable. La tristeza invadió hasta el más recóndito lugar de su ser al escuchar como ella explicaba que no quería verlo más, que necesitaba su espacio luego de cinco años de amor. No lo concibió en ese momento y todavía aquella mañana en la cubierta del crucero, no lo concebía. El vacío que dejó su relación con la que había considerado la mujer de su vida, lo espantó. Así que, una mañana sentado frente a su computadora en la oficina monótona, llena de gente monótona haciendo trabajo monótono, hizo las reservaciones necesarias y al día siguiente se embarcó en la gran aventura de recorrer el lejano Mar Caribe acompañado sólo por sus recuerdos y su dolor. Quería curarse la herida a fuerza de sol, a fuerza de trópico, y allí estaba. Contemplando la ensenada ya llena de vida a aquella hora de la madrugada, imaginaba los olores, colores, sabores de tierra firme. En ese primer puerto al que le llevaba su recorrido marítimo, le esperaba de nuevo la vida.


Las manos experimentadas de Justino alistaron las redes para zarpar justo cuando el crucero se acercaba al atracadero que le correspondía. La embarcación del pescador lucía minúscula ante la majestuosa nao que llegaba atestada de gente de otros límites. El hombre de mar tomó rumbo y partió en compañía de sus pensamientos y una bandada de hambrientos cormoranes que graznaban incansables. A pesar de su veteranía, el momento de zarpar y observar el horizonte naranja en el que apenas asomaba el sol, siempre le producía nostalgia, porque naranja era el vestido que llevaba Teresa el día que se conocieron y sus ojos juraron amor sin palabras. Estaba seguro que el alma de su esposa era de color naranja brillante. Detuvo el bote y lanzó las redes, rogando a Neptuno que le permitiera una buena pesca. Apenas asomaba el sol en la línea del horizonte.


Sven sintió como el crucero se colocó en posición para por fin ocupar su lugar en el puerto. Le causaba curiosidad como sería la gente de esta isla, los sabores de sus comidas típicas, su lengua natal. Le emocionaba la idea de hacer la excursión que ofrecían a las cascadas que se abrían espacio entre la frondosa selva tropical del centro de la isla. Se imaginaba ya chapoteando en el agua fresca, cuando tuvo la sensación de que las gigantes propelas que movilizaban la embarcación aumentaban la velocidad cambiando su sentido para hacer el barco retroceder al igual que un vehículo al estacionarse en paralelo a la acera de una avenida. Corrió hasta el otro extremo del barco para admirar el agua espumosa por el movimiento de aquella maravilla tecnológica y desde allí divisó a la mujer.


Parecía un hada vestida de blanco, descalza y con su cabello libre a la brisa del mar. Era tan hermosa que parecía de otro mundo. Caminaba dando pequeños pasos, moviendo sus brazos al ritmo de una música que sólo ella escuchaba. Pudo ver que la mujer llevaba en sus manos unas flores de brillante color naranja. Sven estaba paralizado por aquella visión. La mujer se fue abriendo camino entre la gente como una niña que juega con un amigo imaginario. Los rayos del sol que apenas asomaban a esa hora de la mañana hacían brillar su cabello con una luz espectral y dorada. Era tan hermosa. La vio acercarse al borde del muelle, la escuchó reír y gritar “Justino, amor, ven a bañarte conmigo, ¿donde estas? y sin previo aviso se lanzó al agua revuelta por el movimiento de succión de las propelas del barco. Hubo gritos de horror. Sven buscaba con sus ojos a la mujer en el agua. No la veía. Al cabo de unos minutos, y luego de que el capitán de la nave detuviera las máquinas, el cuerpo de aquella mujer emergió del agua, sin vida. Añoraba Estocolmo. Quería ahora dejar esta isla atrás en su memoria. Quería ahora olvidar el suicidio presenciado a fuerza de frío, a fuerza de invierno, a fuerza de viento nórdico. Quería regresar a casa.


El mar alrededor del bote del pescador se tornó naranja intenso, y lo supo, era el alma de su adorada Teresa vestida del color que tanto amaba, diciéndole adiós.


Ágata G.

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