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miércoles, 17 de marzo de 2010

Al final de la casa


Las gotas de sudor recorrían mi espalda. A través de la ventana del auto observaba este lugar que me producía la extraña certeza de que el pasado, el presente y el futuro convivían en la misma dimensión. ¿Cómo era posible que mis padres me enviaran de vacaciones a aquel pueblo perdido en medio de la nada? Me habían explicado con paciencia que necesitaban quedarse en la capital trabajando porque la economía no les permitía cerrar la tienda por unos días, y que les preocupaba dejarme sola con mis ideas en casa.

El auto se detuvo frente a la casa que ostentaba en su entrada el nombre de Rosario, como mi abuela. Ella, vieja y raída, salió a mi encuentro con ojos iluminados y con una sonrisa tan amplia que marcaba aún mas los surcos de sus arrugas. Yo quería salir corriendo, huir de aquello. No tendría nada que conversar con ella, nada en común. Su vida y la mía estaban separadas por kilómetros y años de distancia. La amaba, pero no concebía cómo ella con sus 75 otoños y yo con mis 16 veranos lograríamos convivir durante los dos meses de mis vacaciones escolares.

Me abrazó como si mi juventud fuese una enfermedad y ella quisiera contagiarse. Yo le correspondí el abrazo con una combinación de ternura y hastío. Entramos a la casa, y mientras ella me comentaba que el gato se escondía bajo el sillón de la sala porque sufría de miedo a los desconocidos y que el almuerzo me esperaba en la mesa, me condujo al que sería mi aposento por más tiempo del que yo hubiese querido.

Luego de dejar el equipaje en la habitación y refrescarme, nos sentamos juntas a comer un delicioso almuerzo. Estaba segura que la comida gustosa de la señora Petra – maciza mujer trigueña que gerenciaba “Rosario” desde que yo tenía uso de razón – sería lo único que disfrutaría durante el tiempo que estaría allí. Creí haber construido esta idea en mis pensamientos internos, pero al ver el rostro de abuela me di cuenta de que lo había dicho en voz alta. Me miraba con una mezcla de dolor y de pícara complicidad. Con su voz profunda afirmó poder entenderme, y que con seguridad conseguiría como distraerme.

Ya el reloj marcaba el final de la tarde. El crepúsculo coloreaba el cielo en el poniente, y todavía la temperatura era abochornante. Abuela se acercó a mi cuarto y me invitó a dar una vuelta por la casa para enseñarme el lugar donde estaba todo lo que podría necesitar. Había transcurrido largo tiempo desde la última vez que estuve en aquella casa, así que me pareció una prudente idea. Las puertas del pasillo correspondían cada una a un cuarto que había pertenecido a miembros de la familia que ya no vivían allí o que simplemente ya no vivían, los baños eran identificados con puertas de color rojizo, la sala estaba colmada de antigüedades, y allá al final, clausurado por una gran puerta de madera pintada de un color oscuro, estaba el cuarto de los recuerdos. A la distancia, esa puerta semejaba lo que mi imaginación definía como un hoyo negro en el espacio. Era mejor que no entrara en aquel cuarto, me había advertido abuela, porque hacía mucho tiempo que no se limpiaba. Estaría lleno de insectos, telas de araña y polvo. Había algo en sus ojos que me invitaba a entrar, en algún momento, quizás cuando ella no se diera cuenta.

Esa noche no pude conciliar el sueño por la curiosidad que me había despertado ese lugar, ese hoyo en la casa, lleno de recuerdos de mis abuelos y de generaciones pasadas. Me dejé vencer por el sueño en el momento en que decidí que al día siguiente lo exploraría, con permiso o sin él.

Abuela y Doña Petra dormían la siesta vespertina al mismo tiempo. Ese fue el momento propicio para escurrirme al final, al límite de la casa. Ya frente a la puerta, sentía miedo, emoción, y curiosidad desbordada. Pensé que la puerta estaría asegurada, pero se abrió con una facilidad que me sorprendió. Aunque estaba muy oscuro adentro, crucé el umbral de la entrada, y al hacerlo la puerta se cerró detrás de mí. Busqué a tientas y con desespero el interruptor de luz hasta que día con él. Encendí la luz, y fue cuando sucedió.

Blanco y negro. La visión era de colores blanco y negro, como las imágenes de la televisión de otros tiempos. Yo misma existía en blanco y negro. Cerré y abrí los ojos, analizando que, quizás era el sopor de la tarde que había afectado mi vista. Pero no. Todo continuó estando en blanco y negro. Sin embargo no era lo único fuera de toda lógica: el cuarto era una gran sala llena de gente - blanco y negro – que bailaba un ritmo indudablemente latino. Al fondo del salón estaba el director, al piano, y la orquesta que tocaba las notas de un mambo cadencioso. Me sentía petrificada por el miedo, pero al mismo tiempo estaba embelesada por lo que veía. Se acercó a mí una hermosa señorita y me preguntó si apenas llegaba a la fiesta, me tomó de la mano y me dejé llevar con el resto del grupo, todavía sin poder creerlo.

De vez en cuando el director emitía sonidos guturales y gritaba ¡Mambo! La música se adhería a las caderas y las hacía moverse. Por la conversación de las personas que me rodeaban supe que era la orquesta de Pérez Prado, y que el propio cubano dirigía desde su piano. Uno de los jóvenes me invitó a bailar, y como no alcanzaba a decir palabra por la gran impresión que todavía sentía, no pude negarme. “¿Eres amiga de Rosario? Esta noche esta tan hermosa” dijo él. Mi mente pensaba a toda velocidad. Cuando pude contener mi temor y dominar mis cuerdas vocales le pregunté: ¿Tu, eres José Antonio?. A lo que él inquirió “José Antonio Tovar Lozada, para servirle”. Mientras Pérez Prado se dirigía al los asistentes con su acento cubano diciendo que la próxima pieza, a petición del público, era “El ruletero”, mis rodillas cedieron ante la sorpresa: José Antonio y Rosario eran mis abuelos.

Me disculpé con abuelo Toño – como siempre le dije- y corrí a sentarme antes de que mis extremidades inferiores ya no me sostuvieran. Desde allí pude verlo todo: él se acercó a Rosario, la invitó a bailar, la llenó de atenciones. Ella le correspondía las miradas y los guiños, con un aura de inocencia. ¡Ya lo recordaba! ¡Mi madre me lo había relatado ya! Esa que yo veía en blanco y negro, era la noche en la que mi abuelo pediría a mi abuela que se casara con él. Las dos familias habían viajado a la capital y asistieron a una fiesta animada por Pérez Prado. ¿Estaría soñando? El joven José Antonio se inclinó ante Rosario, no pude escuchar lo que le decía, pero el gesto lo expresó todo: colocó el anillo en su dedo anular izquierdo. Se abrazaron, se besaron y acto seguido vi correr a mi joven abuela hacia una mesa cercana donde supuse se encontraban sus padres, mis bisabuelos. Hubo un alboroto acompañado por un coro que decía “Mambo, que rico el mambo. Mambo que rico es”. ¡Todos irradiaban tanta felicidad!

Una voz interna me susurró al oído que era hora de salir por la puerta que me había llevado a aquel lugar, a aquel tiempo. Di una última mirada a mis abuelos recién comprometidos que bailaban la música de moda. Ellos me sonrieron desde la pista de baile, y salí.

Los colores golpearon mi ojos como si fueran luz brillante al despertar en la mañana. Ahí estaba de nuevo en la sala de la casa de mi abuela, en la tarde , y ahí estaba ella, vieja de nuevo, mirándome. “Cuéntame, ¿Cómo te fue?”, me preguntó. Al instante supe que ella estaba consciente de lo que la habitación de los recuerdos era. Precisamente eso, una habitación donde se vivían los recuerdos.
Ágata G.







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