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sábado, 15 de mayo de 2010

El huevo de la Serpiente





"Vergesst es nie"
Jamás olvidar




Esa noche quise que mi nombre fuera otro, que mi historia fuera otra. Siempre había estado orgullosa de mi nombre y apellido, de mis antepasados, del Kreplaj que horneaba la abuela, y de la familia que había formado junto Arie, mi querido esposo; pero esa noche deseé por un momento no llevar por nombre Varda Fresser, no profesar la religión judía y que mis hijos, Itzjak y Micaela, no debieran llevar bordada la estrella de David en sus ropas cada vez que decidíamos dar un paseo por las antes tranquilas calles de Viena. Fue un deseo fugaz y culpable, que se disipó al mirar los ojos del oficial de la SS que blandía el arma frente a mis hijos esa noche de comienzos de Noviembre de 1938. Ante tanta violencia, el orgullo por mi ascendencia judía fue mayor, y el oficial de la SS lo sintió.

Supe que Arie era el hombre con el que me casaría apenas me saludó, con su tímida voz, en aquel verano de 1926, durante una clase de música que compartíamos junto a otros jóvenes, y que mi madre me había obligado a tomar, con el fin de cosechar nuevos amigos, ahora que nos habíamos instalado en Viena, huyendo de los cambios políticos y sociales a los que mi padre tanto temía en nuestra natal Alemania. En las lecciones, el profesor Keller intentaba en vano hacernos admirar una música que no resonaba en nuestros gustos juveniles. Preferíamos el swing, ese ritmo importado de América, que llenaba los bares de la ciudad y nos hacía mover las caderas de maneras impensables para nuestros padres. Arie pidió mi mano al año siguiente, y contrajimos matrimonio en una modesta ceremonia en la primavera de 1929. Poco me importaba la agitación alemana, poco me importaba Hitler y su movimiento Nazi. Era una mujer feliz, a la cabeza de la naciente familia Fresser, y de la pequeña tienda de antigüedades que era ahora nuestro sustento.


Los objetos antiguos entraban y salían de nuestra tienda con sus historias o sin ellas. Me enorgullecía ofrecer objetos que tuvieran vida, alma, habiendo sido de otros en otros tiempos y otras realidades. Era mágico, así como mágica fue la llegada de Itzjak y Micaela a nuestro hogar. Nuestros hijos iluminaban las habitaciones del hogar y nuestros corazones. Eran incontables las tardes en las que debía lidiar con las travesuras de mis gemelos, entre las costosas antigüedades en los espacios de “Fresser Antiquitäten”. Una tarde, mientras intentaba tranquilizar las energías infantiles de mis hijos, Arie abrió una caja que había llegado a la tienda y que contenía un hermoso espejo de pie, con marco de caoba de sinuosos detalles tallados en él. Provenía de Cádiz y su año de confección era 1813. Era hermoso y surtía en mi una especie de encantamiento, hacía volar mi imaginación cada vez que me veía en él. Llegué a pensar que en este espejo se reflejaba algo más de lo que simplemente se veía, y más de una vez me dio la impresión de ver movimientos en el reflejo que no sucedían realmente en nuestra dimensión. Micaela lo llamaba “El espejo de otro mundo”, y, reflejándose en él inventaba los más hermosos cuentos y aventuras que yo hubiese podido imaginar.


Podía notar la intranquilidad de Arie. Se había convertido en un hombre ansioso y gris. Con mucha frecuencia me narraba sueños en los que oficiales de la Schutzstaffel se llevaban a los niños y desmembraban a la familia. Yo también sentía miedo, aunque nunca lo demostraba para mantener la tranquilidad y el equilibrio familiar, que tanto necesitaba mi esposo. Sin embargo también tenía la impresión de que poco a poco y sin darnos cuenta, la esvástica nos había cerrado cercos invisibles –o no tanto- y nuestra religión se convertía en carnada para una bestia que se avecinaba. Algo sucedería, y me atormentaba no saber qué. Debíamos transmitir paz a nuestros niños. Mientras ellos sonrieran y nos hicieran sonreír a nosotros, todo estaría bien.


Esa noche de principios de Noviembre escuchábamos desde nuestra hogar, el ruido de los cristales rotos. Nos atormentaba. Sabíamos que eran las tropas de asalto nazi destruyendo hogares y negocios judíos. Arie nos dejó agazapados en la habitación principal de la casa y con un beso se despidió diciendo que ya volvía. Ese sería el último beso suyo que mi piel sentiría. Yo le imploraba que aguardara junto a nosotros, que no nos abandonara; algo estaba mal, pero él salió de la habitación para no volver jamás. Los niños lloraban. A lo lejos se escuchaban gritos de burla, de desespero y hasta armas de fuego. Me daba la impresión que los disparos llevaban en su sonido los apellidos de nuestros vecinos: Pferd…Eselskopf…Schmetterling…Trinker…¿Fresser?. ¡No, Fresser!. Mi corazón lo había escuchado con claridad, ese último disparo llevaba el apellido de mi esposo. El apellido de mis hijos. Sin pensarlo tomé la mano de Itzjak y Micaela, y los hice correr junto a mi hasta la tienda. No recuerdo sonido alguno durante el recorrido de dos cuadras, desde nuestro hogar hasta el lugar donde de manera honesta trabajábamos en familia. Al abrir la puerta, pude ver el cuerpo de mi esposo sin vida tendido a los pies del espejo gaditano; pero pude también verlo a él reflejado en el espejo mirándome en paz, de pie, orgulloso. Los niños también lo vieron.


Sólo cuando noté a los cuatro oficiales investidos con el uniforme alemán sentí miedo y deseé por un momento no llevar por nombre Varda Fresser, no profesar la religión judía y que mis hijos, Itzjak y Micaela, no debieran llevar bordada la estrella de David en sus ropas cada vez que decidíamos dar un paseo por las antes tranquilas calles de Viena. Fue un deseo fugaz y culpable, que se disipó al mirar los ojos del oficial que blandía en su mano el arma frente a mis hijos y a mí. Ante tanta violencia, el orgullo por mi ascendencia judía fue mayor, y el oficial lo sintió. Los niños no lloraban, porque escuchaban con claridad lo que yo: a mi esposo hablarnos desde el otro lado del espejo. Su voz tímida nos decía que nos amaba, que allí del otro lado del espejo, nos esperaba para emprender un nuevo camino juntos.


No escuché los disparos. Solo vi la luz. Nunca solté las pequeñas e inocentes manos de mis hijos. Cuando abrí los ojos, al otro lado del espejo, caminaba junto a Arie. Sólo había paz, los Nazi habían quedado atrás para nosotros y para los otros 86 judíos que caminaban a nuestro lado, sonrientes y felices. La noche de los cristales rotos era sólo un eco apagado, allá, lejos, en Viena, del lado de los que seguían con vida en medio de la pesadilla nazi.


Ágata G.

lunes, 3 de mayo de 2010

Al pie de los santos creció la furia

Debió haberse dado cuenta de mi naturaleza peligrosa. Nunca quise hacerle daño. Le había tomado cariño de tanta rutina juntas, pero debió haberlo sabido. Cada vez que me despertaba y me dejaba en soledad entre cuatro paredes, yo sufría la angustia de saber que el momento llegaría, por su descuido, por su falta de atención, por su inconsciencia. Mis pensamientos eran asaltados constantemente por ese monstruo que habitaba dentro de mi; ese monstruo que yo misma, así de pequeña, podía llegar a ser.


Victoria era una mujer solitaria. Lo podía sentir en mis momentos de vigilia. En ocasiones, desde mi encierro la escuchaba llorar repitiendo el nombre de su hija y esposo difuntos, en otras, discutir por el teléfono casi siempre con José Alberto su hijo, y en ambas situaciones lograba deducir, entre los gritos o los sollozos, que los sonidos que me llegaban eran de copas y botellas de bebidas que ingería sola. El alcohol era un aroma familiar que inundaba la casa. ¿Por qué debía dejarme sola allí?

Los días se repetían. Victoria me despertaba del sueño y me llevaba en brazos a través de aquella casa amoblada por la soledad. Las paredes, que quizás en otros tiempos estuvieron engalanadas con piezas de arte, ahora eran deslucidos muros blancos. En las esquinas se acumulaban los fantasmas, el polvo y la melancolía. Lo único que atrapaba mi vista en el camino hacia mi lugar de encierro era el gran ventanal que servía de marco a la imagen de la ciudad y sus luces titilantes que brillaban en la oscuridad del cielo. Cada día repetido, al pasar junto al ventanal se me ocurría que la vida sucedía allá en aquella ciudad pero nunca dentro de la casa. La pequeña habitación donde me dejaba largas horas al descuido solo contaba con un anaquel lleno de íconos religiosos que proyectaban sombras espectrales y una ventana por la que se abrían paso los vientos alisios…esos vientos secos, llenos de las cenizas que últimamente cubrían la ciudad…esos vientos que al rozarme avivaban la furia, el monstruo. Luego de horas, con el cantar del gallo de los vecinos como acompañamiento, Victoria abría la puerta de mi cárcel y me hacía dormir nuevamente. Yo no deseaba hacerle daño, pero su descuido era un augurio.


Esa noche José Alberto estuvo en casa para tratar temas legales sin ningún atisbo de cercanía familiar, como si Victoria hubiera sido tan solo una actriz de reparto en una película que nadie recordaba. Desde mi lugar los escuchaba discutir sobre los documentos que la mujer debía firmar para poder vender la casa, pero se negaba. Victoria lloraba y le suplicaba al joven que la dejara en paz, le imploraba que viviera su vida, y lamentaba no haber sido la madre que el necesitaba. Yo sentía la brisa avivar mi furia, mi monstruo. ¿Por qué no fue más cuidadosa? Ella era la Dra. Victoria Colmenares, cirujano cardiólogo que había dedicado su vida a desarrollar su carrera para llegar a ser una eminencia en un ambiente signado por el machismo. Comprobó con el tiempo que el costo del éxito profesional había sido su familia desmembrada, separada, sin intimidad. No conocía a sus hijos, ni a su esposo. No los reconocía.

Una ráfaga de brisa árida entró por la ventana de la habitación donde me encontraba y me hizo caer sobre una pequeña alfombra al pie del anaquel de las imágenes religiosas, esas que todas las noches me acompañaban en mi hastío. Podía sentir el monstruo crecer. Si no se daban cuenta lo antes posible, sería imposible detenerlo. Hubiera deseado poder gritar, poder hablar. Yo no quería hacerle daño.
Antes de cerrar la puerta principal de la casa con un fuerte golpe, José Alberto Colmenares, joven ingeniero de ojos verdes y piel almendrada, gritó a su madre que la odiaba. La consideraba culpable del accidente que cercenó la vida de su hermana, aquel día en que luego de una acalorada pelea entre Victoria y Valentina esta última dejó la casa en su vehículo y nunca volvió con vida. Fernando, esposo de la Dra. Colmenares, padre y pilar de sus hijos murió unos meses después abatido por la tristeza. En la mente de José Luis no había cabida para otro sentimiento que no fuese desprecio por el ser que le había dado la vida.

Podía escuchar a Victoria llorar. La furia se apoderaba de la habitación entera, el monstruo ya no vivía dentro de mí. Yo misma era el monstruo. ¿Era tanta la tristeza y el desasosiego de Victoria que no sentía el humo? Las vírgenes y los santos se derretían con la furia que yo no podía contener. Esa era mi naturaleza, y ella debió ser más cuidadosa. La puerta de la pequeña habitación ardió por efecto del monstruo que era yo, y vi a Victoria en la sala dominada por el alcohol. Hubiera querido gritarle que saliera de la casa, que si no buscaba ayuda, moriría. Mi furia engullía todo a su paso, el humo era denso ¡Victoria, despierta! Podía ver en su rostro y en su piel las gotas de sudor por la cercanía del monstruo que era yo. No quería hacerle daño, pero ella debió haberlo sabido.

Las últimas palabras que ella escuchó fueron “Te odio”. No despertó de su sopor mientras mi furia devoraba su casa, su historia, sus fantasmas y a ella misma. Debió haberse dado cuenta de mi naturaleza peligrosa. ¿Por qué dejarme sola a mí, una perversa llama de vela, en aquella habitación para adorar a los santos? Ese descuido, que antes había sido augurio de fatalidad, se convirtió esa noche en su destino.

Ágata G.












lunes, 29 de marzo de 2010

El hada de las flores naranja


El amanecer de ese día lo dejó sin aliento. Las tonalidades naranjas y amarillas hervían ante sus ojos acostumbrados a digerir solo los colores gélidos de su Suecia natal. Había levantado su humanidad muy temprano esa mañana, para disfrutar lo que ahora veía: el moderno crucero que decidió tomar atracando en el puerto de esta isla del Caribe con el alba tropical de fondo. En el horizonte ya se distinguían las grandes grúas de carga, embarcaciones de distintas dimensiones, hombres de mar alistando sus redes para zarpar y gaviotas sobrevolando a la espera de la pesca matutina. Atrás quedaba el invierno, la rabia, Estocolmo, la tristeza, y ella.


El solitario pescador levantó la vista desde su bote y observó otro gran barco que llegaba pleno de turistas. Las autoridades de la isla constantemente trataban de convencer a la gente como él de las ventajas del turismo en masa y de los beneficios para todos los habitantes de aquel humilde trozo de tierra. Pero la amargura lo invadía cuando, cada madrugada de su vida, caminaba desde su casa hasta el puerto en el que el agua marina despedía olores putrefactos; o cada vez que se daba cuenta que debía adentrarse más en el mar, lejos de la costa para conseguir los bancos de peces que eran su único sustento. El cansancio vencía a su juventud. La merma de la pesca a causa del tráfico de cruceros era una de sus preocupaciones, sin embargo su adorada esposa era la principal. Su hermosa Teresa y la enfermedad que se desató en su mente luego de haber perdido su primer embarazo a los siete meses. Fuertes depresiones intercaladas con arrebatos incontrolables de euforia marcaban a su Teresa, a su dulce Teresa, y aún así debía dejarla sola cada mañana para zarpar hacia la distancia.

Sucedió una fría tarde en Estocolmo hacía tres meses. Birgitta había pronunciado aquel discurso que Sven sintió se clavaba en su pecho como una daga implacable. La tristeza invadió hasta el más recóndito lugar de su ser al escuchar como ella explicaba que no quería verlo más, que necesitaba su espacio luego de cinco años de amor. No lo concibió en ese momento y todavía aquella mañana en la cubierta del crucero, no lo concebía. El vacío que dejó su relación con la que había considerado la mujer de su vida, lo espantó. Así que, una mañana sentado frente a su computadora en la oficina monótona, llena de gente monótona haciendo trabajo monótono, hizo las reservaciones necesarias y al día siguiente se embarcó en la gran aventura de recorrer el lejano Mar Caribe acompañado sólo por sus recuerdos y su dolor. Quería curarse la herida a fuerza de sol, a fuerza de trópico, y allí estaba. Contemplando la ensenada ya llena de vida a aquella hora de la madrugada, imaginaba los olores, colores, sabores de tierra firme. En ese primer puerto al que le llevaba su recorrido marítimo, le esperaba de nuevo la vida.


Las manos experimentadas de Justino alistaron las redes para zarpar justo cuando el crucero se acercaba al atracadero que le correspondía. La embarcación del pescador lucía minúscula ante la majestuosa nao que llegaba atestada de gente de otros límites. El hombre de mar tomó rumbo y partió en compañía de sus pensamientos y una bandada de hambrientos cormoranes que graznaban incansables. A pesar de su veteranía, el momento de zarpar y observar el horizonte naranja en el que apenas asomaba el sol, siempre le producía nostalgia, porque naranja era el vestido que llevaba Teresa el día que se conocieron y sus ojos juraron amor sin palabras. Estaba seguro que el alma de su esposa era de color naranja brillante. Detuvo el bote y lanzó las redes, rogando a Neptuno que le permitiera una buena pesca. Apenas asomaba el sol en la línea del horizonte.


Sven sintió como el crucero se colocó en posición para por fin ocupar su lugar en el puerto. Le causaba curiosidad como sería la gente de esta isla, los sabores de sus comidas típicas, su lengua natal. Le emocionaba la idea de hacer la excursión que ofrecían a las cascadas que se abrían espacio entre la frondosa selva tropical del centro de la isla. Se imaginaba ya chapoteando en el agua fresca, cuando tuvo la sensación de que las gigantes propelas que movilizaban la embarcación aumentaban la velocidad cambiando su sentido para hacer el barco retroceder al igual que un vehículo al estacionarse en paralelo a la acera de una avenida. Corrió hasta el otro extremo del barco para admirar el agua espumosa por el movimiento de aquella maravilla tecnológica y desde allí divisó a la mujer.


Parecía un hada vestida de blanco, descalza y con su cabello libre a la brisa del mar. Era tan hermosa que parecía de otro mundo. Caminaba dando pequeños pasos, moviendo sus brazos al ritmo de una música que sólo ella escuchaba. Pudo ver que la mujer llevaba en sus manos unas flores de brillante color naranja. Sven estaba paralizado por aquella visión. La mujer se fue abriendo camino entre la gente como una niña que juega con un amigo imaginario. Los rayos del sol que apenas asomaban a esa hora de la mañana hacían brillar su cabello con una luz espectral y dorada. Era tan hermosa. La vio acercarse al borde del muelle, la escuchó reír y gritar “Justino, amor, ven a bañarte conmigo, ¿donde estas? y sin previo aviso se lanzó al agua revuelta por el movimiento de succión de las propelas del barco. Hubo gritos de horror. Sven buscaba con sus ojos a la mujer en el agua. No la veía. Al cabo de unos minutos, y luego de que el capitán de la nave detuviera las máquinas, el cuerpo de aquella mujer emergió del agua, sin vida. Añoraba Estocolmo. Quería ahora dejar esta isla atrás en su memoria. Quería ahora olvidar el suicidio presenciado a fuerza de frío, a fuerza de invierno, a fuerza de viento nórdico. Quería regresar a casa.


El mar alrededor del bote del pescador se tornó naranja intenso, y lo supo, era el alma de su adorada Teresa vestida del color que tanto amaba, diciéndole adiós.


Ágata G.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Al final de la casa


Las gotas de sudor recorrían mi espalda. A través de la ventana del auto observaba este lugar que me producía la extraña certeza de que el pasado, el presente y el futuro convivían en la misma dimensión. ¿Cómo era posible que mis padres me enviaran de vacaciones a aquel pueblo perdido en medio de la nada? Me habían explicado con paciencia que necesitaban quedarse en la capital trabajando porque la economía no les permitía cerrar la tienda por unos días, y que les preocupaba dejarme sola con mis ideas en casa.

El auto se detuvo frente a la casa que ostentaba en su entrada el nombre de Rosario, como mi abuela. Ella, vieja y raída, salió a mi encuentro con ojos iluminados y con una sonrisa tan amplia que marcaba aún mas los surcos de sus arrugas. Yo quería salir corriendo, huir de aquello. No tendría nada que conversar con ella, nada en común. Su vida y la mía estaban separadas por kilómetros y años de distancia. La amaba, pero no concebía cómo ella con sus 75 otoños y yo con mis 16 veranos lograríamos convivir durante los dos meses de mis vacaciones escolares.

Me abrazó como si mi juventud fuese una enfermedad y ella quisiera contagiarse. Yo le correspondí el abrazo con una combinación de ternura y hastío. Entramos a la casa, y mientras ella me comentaba que el gato se escondía bajo el sillón de la sala porque sufría de miedo a los desconocidos y que el almuerzo me esperaba en la mesa, me condujo al que sería mi aposento por más tiempo del que yo hubiese querido.

Luego de dejar el equipaje en la habitación y refrescarme, nos sentamos juntas a comer un delicioso almuerzo. Estaba segura que la comida gustosa de la señora Petra – maciza mujer trigueña que gerenciaba “Rosario” desde que yo tenía uso de razón – sería lo único que disfrutaría durante el tiempo que estaría allí. Creí haber construido esta idea en mis pensamientos internos, pero al ver el rostro de abuela me di cuenta de que lo había dicho en voz alta. Me miraba con una mezcla de dolor y de pícara complicidad. Con su voz profunda afirmó poder entenderme, y que con seguridad conseguiría como distraerme.

Ya el reloj marcaba el final de la tarde. El crepúsculo coloreaba el cielo en el poniente, y todavía la temperatura era abochornante. Abuela se acercó a mi cuarto y me invitó a dar una vuelta por la casa para enseñarme el lugar donde estaba todo lo que podría necesitar. Había transcurrido largo tiempo desde la última vez que estuve en aquella casa, así que me pareció una prudente idea. Las puertas del pasillo correspondían cada una a un cuarto que había pertenecido a miembros de la familia que ya no vivían allí o que simplemente ya no vivían, los baños eran identificados con puertas de color rojizo, la sala estaba colmada de antigüedades, y allá al final, clausurado por una gran puerta de madera pintada de un color oscuro, estaba el cuarto de los recuerdos. A la distancia, esa puerta semejaba lo que mi imaginación definía como un hoyo negro en el espacio. Era mejor que no entrara en aquel cuarto, me había advertido abuela, porque hacía mucho tiempo que no se limpiaba. Estaría lleno de insectos, telas de araña y polvo. Había algo en sus ojos que me invitaba a entrar, en algún momento, quizás cuando ella no se diera cuenta.

Esa noche no pude conciliar el sueño por la curiosidad que me había despertado ese lugar, ese hoyo en la casa, lleno de recuerdos de mis abuelos y de generaciones pasadas. Me dejé vencer por el sueño en el momento en que decidí que al día siguiente lo exploraría, con permiso o sin él.

Abuela y Doña Petra dormían la siesta vespertina al mismo tiempo. Ese fue el momento propicio para escurrirme al final, al límite de la casa. Ya frente a la puerta, sentía miedo, emoción, y curiosidad desbordada. Pensé que la puerta estaría asegurada, pero se abrió con una facilidad que me sorprendió. Aunque estaba muy oscuro adentro, crucé el umbral de la entrada, y al hacerlo la puerta se cerró detrás de mí. Busqué a tientas y con desespero el interruptor de luz hasta que día con él. Encendí la luz, y fue cuando sucedió.

Blanco y negro. La visión era de colores blanco y negro, como las imágenes de la televisión de otros tiempos. Yo misma existía en blanco y negro. Cerré y abrí los ojos, analizando que, quizás era el sopor de la tarde que había afectado mi vista. Pero no. Todo continuó estando en blanco y negro. Sin embargo no era lo único fuera de toda lógica: el cuarto era una gran sala llena de gente - blanco y negro – que bailaba un ritmo indudablemente latino. Al fondo del salón estaba el director, al piano, y la orquesta que tocaba las notas de un mambo cadencioso. Me sentía petrificada por el miedo, pero al mismo tiempo estaba embelesada por lo que veía. Se acercó a mí una hermosa señorita y me preguntó si apenas llegaba a la fiesta, me tomó de la mano y me dejé llevar con el resto del grupo, todavía sin poder creerlo.

De vez en cuando el director emitía sonidos guturales y gritaba ¡Mambo! La música se adhería a las caderas y las hacía moverse. Por la conversación de las personas que me rodeaban supe que era la orquesta de Pérez Prado, y que el propio cubano dirigía desde su piano. Uno de los jóvenes me invitó a bailar, y como no alcanzaba a decir palabra por la gran impresión que todavía sentía, no pude negarme. “¿Eres amiga de Rosario? Esta noche esta tan hermosa” dijo él. Mi mente pensaba a toda velocidad. Cuando pude contener mi temor y dominar mis cuerdas vocales le pregunté: ¿Tu, eres José Antonio?. A lo que él inquirió “José Antonio Tovar Lozada, para servirle”. Mientras Pérez Prado se dirigía al los asistentes con su acento cubano diciendo que la próxima pieza, a petición del público, era “El ruletero”, mis rodillas cedieron ante la sorpresa: José Antonio y Rosario eran mis abuelos.

Me disculpé con abuelo Toño – como siempre le dije- y corrí a sentarme antes de que mis extremidades inferiores ya no me sostuvieran. Desde allí pude verlo todo: él se acercó a Rosario, la invitó a bailar, la llenó de atenciones. Ella le correspondía las miradas y los guiños, con un aura de inocencia. ¡Ya lo recordaba! ¡Mi madre me lo había relatado ya! Esa que yo veía en blanco y negro, era la noche en la que mi abuelo pediría a mi abuela que se casara con él. Las dos familias habían viajado a la capital y asistieron a una fiesta animada por Pérez Prado. ¿Estaría soñando? El joven José Antonio se inclinó ante Rosario, no pude escuchar lo que le decía, pero el gesto lo expresó todo: colocó el anillo en su dedo anular izquierdo. Se abrazaron, se besaron y acto seguido vi correr a mi joven abuela hacia una mesa cercana donde supuse se encontraban sus padres, mis bisabuelos. Hubo un alboroto acompañado por un coro que decía “Mambo, que rico el mambo. Mambo que rico es”. ¡Todos irradiaban tanta felicidad!

Una voz interna me susurró al oído que era hora de salir por la puerta que me había llevado a aquel lugar, a aquel tiempo. Di una última mirada a mis abuelos recién comprometidos que bailaban la música de moda. Ellos me sonrieron desde la pista de baile, y salí.

Los colores golpearon mi ojos como si fueran luz brillante al despertar en la mañana. Ahí estaba de nuevo en la sala de la casa de mi abuela, en la tarde , y ahí estaba ella, vieja de nuevo, mirándome. “Cuéntame, ¿Cómo te fue?”, me preguntó. Al instante supe que ella estaba consciente de lo que la habitación de los recuerdos era. Precisamente eso, una habitación donde se vivían los recuerdos.
Ágata G.