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lunes, 3 de mayo de 2010

Al pie de los santos creció la furia

Debió haberse dado cuenta de mi naturaleza peligrosa. Nunca quise hacerle daño. Le había tomado cariño de tanta rutina juntas, pero debió haberlo sabido. Cada vez que me despertaba y me dejaba en soledad entre cuatro paredes, yo sufría la angustia de saber que el momento llegaría, por su descuido, por su falta de atención, por su inconsciencia. Mis pensamientos eran asaltados constantemente por ese monstruo que habitaba dentro de mi; ese monstruo que yo misma, así de pequeña, podía llegar a ser.


Victoria era una mujer solitaria. Lo podía sentir en mis momentos de vigilia. En ocasiones, desde mi encierro la escuchaba llorar repitiendo el nombre de su hija y esposo difuntos, en otras, discutir por el teléfono casi siempre con José Alberto su hijo, y en ambas situaciones lograba deducir, entre los gritos o los sollozos, que los sonidos que me llegaban eran de copas y botellas de bebidas que ingería sola. El alcohol era un aroma familiar que inundaba la casa. ¿Por qué debía dejarme sola allí?

Los días se repetían. Victoria me despertaba del sueño y me llevaba en brazos a través de aquella casa amoblada por la soledad. Las paredes, que quizás en otros tiempos estuvieron engalanadas con piezas de arte, ahora eran deslucidos muros blancos. En las esquinas se acumulaban los fantasmas, el polvo y la melancolía. Lo único que atrapaba mi vista en el camino hacia mi lugar de encierro era el gran ventanal que servía de marco a la imagen de la ciudad y sus luces titilantes que brillaban en la oscuridad del cielo. Cada día repetido, al pasar junto al ventanal se me ocurría que la vida sucedía allá en aquella ciudad pero nunca dentro de la casa. La pequeña habitación donde me dejaba largas horas al descuido solo contaba con un anaquel lleno de íconos religiosos que proyectaban sombras espectrales y una ventana por la que se abrían paso los vientos alisios…esos vientos secos, llenos de las cenizas que últimamente cubrían la ciudad…esos vientos que al rozarme avivaban la furia, el monstruo. Luego de horas, con el cantar del gallo de los vecinos como acompañamiento, Victoria abría la puerta de mi cárcel y me hacía dormir nuevamente. Yo no deseaba hacerle daño, pero su descuido era un augurio.


Esa noche José Alberto estuvo en casa para tratar temas legales sin ningún atisbo de cercanía familiar, como si Victoria hubiera sido tan solo una actriz de reparto en una película que nadie recordaba. Desde mi lugar los escuchaba discutir sobre los documentos que la mujer debía firmar para poder vender la casa, pero se negaba. Victoria lloraba y le suplicaba al joven que la dejara en paz, le imploraba que viviera su vida, y lamentaba no haber sido la madre que el necesitaba. Yo sentía la brisa avivar mi furia, mi monstruo. ¿Por qué no fue más cuidadosa? Ella era la Dra. Victoria Colmenares, cirujano cardiólogo que había dedicado su vida a desarrollar su carrera para llegar a ser una eminencia en un ambiente signado por el machismo. Comprobó con el tiempo que el costo del éxito profesional había sido su familia desmembrada, separada, sin intimidad. No conocía a sus hijos, ni a su esposo. No los reconocía.

Una ráfaga de brisa árida entró por la ventana de la habitación donde me encontraba y me hizo caer sobre una pequeña alfombra al pie del anaquel de las imágenes religiosas, esas que todas las noches me acompañaban en mi hastío. Podía sentir el monstruo crecer. Si no se daban cuenta lo antes posible, sería imposible detenerlo. Hubiera deseado poder gritar, poder hablar. Yo no quería hacerle daño.
Antes de cerrar la puerta principal de la casa con un fuerte golpe, José Alberto Colmenares, joven ingeniero de ojos verdes y piel almendrada, gritó a su madre que la odiaba. La consideraba culpable del accidente que cercenó la vida de su hermana, aquel día en que luego de una acalorada pelea entre Victoria y Valentina esta última dejó la casa en su vehículo y nunca volvió con vida. Fernando, esposo de la Dra. Colmenares, padre y pilar de sus hijos murió unos meses después abatido por la tristeza. En la mente de José Luis no había cabida para otro sentimiento que no fuese desprecio por el ser que le había dado la vida.

Podía escuchar a Victoria llorar. La furia se apoderaba de la habitación entera, el monstruo ya no vivía dentro de mí. Yo misma era el monstruo. ¿Era tanta la tristeza y el desasosiego de Victoria que no sentía el humo? Las vírgenes y los santos se derretían con la furia que yo no podía contener. Esa era mi naturaleza, y ella debió ser más cuidadosa. La puerta de la pequeña habitación ardió por efecto del monstruo que era yo, y vi a Victoria en la sala dominada por el alcohol. Hubiera querido gritarle que saliera de la casa, que si no buscaba ayuda, moriría. Mi furia engullía todo a su paso, el humo era denso ¡Victoria, despierta! Podía ver en su rostro y en su piel las gotas de sudor por la cercanía del monstruo que era yo. No quería hacerle daño, pero ella debió haberlo sabido.

Las últimas palabras que ella escuchó fueron “Te odio”. No despertó de su sopor mientras mi furia devoraba su casa, su historia, sus fantasmas y a ella misma. Debió haberse dado cuenta de mi naturaleza peligrosa. ¿Por qué dejarme sola a mí, una perversa llama de vela, en aquella habitación para adorar a los santos? Ese descuido, que antes había sido augurio de fatalidad, se convirtió esa noche en su destino.

Ágata G.












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