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sábado, 15 de mayo de 2010

El huevo de la Serpiente





"Vergesst es nie"
Jamás olvidar




Esa noche quise que mi nombre fuera otro, que mi historia fuera otra. Siempre había estado orgullosa de mi nombre y apellido, de mis antepasados, del Kreplaj que horneaba la abuela, y de la familia que había formado junto Arie, mi querido esposo; pero esa noche deseé por un momento no llevar por nombre Varda Fresser, no profesar la religión judía y que mis hijos, Itzjak y Micaela, no debieran llevar bordada la estrella de David en sus ropas cada vez que decidíamos dar un paseo por las antes tranquilas calles de Viena. Fue un deseo fugaz y culpable, que se disipó al mirar los ojos del oficial de la SS que blandía el arma frente a mis hijos esa noche de comienzos de Noviembre de 1938. Ante tanta violencia, el orgullo por mi ascendencia judía fue mayor, y el oficial de la SS lo sintió.

Supe que Arie era el hombre con el que me casaría apenas me saludó, con su tímida voz, en aquel verano de 1926, durante una clase de música que compartíamos junto a otros jóvenes, y que mi madre me había obligado a tomar, con el fin de cosechar nuevos amigos, ahora que nos habíamos instalado en Viena, huyendo de los cambios políticos y sociales a los que mi padre tanto temía en nuestra natal Alemania. En las lecciones, el profesor Keller intentaba en vano hacernos admirar una música que no resonaba en nuestros gustos juveniles. Preferíamos el swing, ese ritmo importado de América, que llenaba los bares de la ciudad y nos hacía mover las caderas de maneras impensables para nuestros padres. Arie pidió mi mano al año siguiente, y contrajimos matrimonio en una modesta ceremonia en la primavera de 1929. Poco me importaba la agitación alemana, poco me importaba Hitler y su movimiento Nazi. Era una mujer feliz, a la cabeza de la naciente familia Fresser, y de la pequeña tienda de antigüedades que era ahora nuestro sustento.


Los objetos antiguos entraban y salían de nuestra tienda con sus historias o sin ellas. Me enorgullecía ofrecer objetos que tuvieran vida, alma, habiendo sido de otros en otros tiempos y otras realidades. Era mágico, así como mágica fue la llegada de Itzjak y Micaela a nuestro hogar. Nuestros hijos iluminaban las habitaciones del hogar y nuestros corazones. Eran incontables las tardes en las que debía lidiar con las travesuras de mis gemelos, entre las costosas antigüedades en los espacios de “Fresser Antiquitäten”. Una tarde, mientras intentaba tranquilizar las energías infantiles de mis hijos, Arie abrió una caja que había llegado a la tienda y que contenía un hermoso espejo de pie, con marco de caoba de sinuosos detalles tallados en él. Provenía de Cádiz y su año de confección era 1813. Era hermoso y surtía en mi una especie de encantamiento, hacía volar mi imaginación cada vez que me veía en él. Llegué a pensar que en este espejo se reflejaba algo más de lo que simplemente se veía, y más de una vez me dio la impresión de ver movimientos en el reflejo que no sucedían realmente en nuestra dimensión. Micaela lo llamaba “El espejo de otro mundo”, y, reflejándose en él inventaba los más hermosos cuentos y aventuras que yo hubiese podido imaginar.


Podía notar la intranquilidad de Arie. Se había convertido en un hombre ansioso y gris. Con mucha frecuencia me narraba sueños en los que oficiales de la Schutzstaffel se llevaban a los niños y desmembraban a la familia. Yo también sentía miedo, aunque nunca lo demostraba para mantener la tranquilidad y el equilibrio familiar, que tanto necesitaba mi esposo. Sin embargo también tenía la impresión de que poco a poco y sin darnos cuenta, la esvástica nos había cerrado cercos invisibles –o no tanto- y nuestra religión se convertía en carnada para una bestia que se avecinaba. Algo sucedería, y me atormentaba no saber qué. Debíamos transmitir paz a nuestros niños. Mientras ellos sonrieran y nos hicieran sonreír a nosotros, todo estaría bien.


Esa noche de principios de Noviembre escuchábamos desde nuestra hogar, el ruido de los cristales rotos. Nos atormentaba. Sabíamos que eran las tropas de asalto nazi destruyendo hogares y negocios judíos. Arie nos dejó agazapados en la habitación principal de la casa y con un beso se despidió diciendo que ya volvía. Ese sería el último beso suyo que mi piel sentiría. Yo le imploraba que aguardara junto a nosotros, que no nos abandonara; algo estaba mal, pero él salió de la habitación para no volver jamás. Los niños lloraban. A lo lejos se escuchaban gritos de burla, de desespero y hasta armas de fuego. Me daba la impresión que los disparos llevaban en su sonido los apellidos de nuestros vecinos: Pferd…Eselskopf…Schmetterling…Trinker…¿Fresser?. ¡No, Fresser!. Mi corazón lo había escuchado con claridad, ese último disparo llevaba el apellido de mi esposo. El apellido de mis hijos. Sin pensarlo tomé la mano de Itzjak y Micaela, y los hice correr junto a mi hasta la tienda. No recuerdo sonido alguno durante el recorrido de dos cuadras, desde nuestro hogar hasta el lugar donde de manera honesta trabajábamos en familia. Al abrir la puerta, pude ver el cuerpo de mi esposo sin vida tendido a los pies del espejo gaditano; pero pude también verlo a él reflejado en el espejo mirándome en paz, de pie, orgulloso. Los niños también lo vieron.


Sólo cuando noté a los cuatro oficiales investidos con el uniforme alemán sentí miedo y deseé por un momento no llevar por nombre Varda Fresser, no profesar la religión judía y que mis hijos, Itzjak y Micaela, no debieran llevar bordada la estrella de David en sus ropas cada vez que decidíamos dar un paseo por las antes tranquilas calles de Viena. Fue un deseo fugaz y culpable, que se disipó al mirar los ojos del oficial que blandía en su mano el arma frente a mis hijos y a mí. Ante tanta violencia, el orgullo por mi ascendencia judía fue mayor, y el oficial lo sintió. Los niños no lloraban, porque escuchaban con claridad lo que yo: a mi esposo hablarnos desde el otro lado del espejo. Su voz tímida nos decía que nos amaba, que allí del otro lado del espejo, nos esperaba para emprender un nuevo camino juntos.


No escuché los disparos. Solo vi la luz. Nunca solté las pequeñas e inocentes manos de mis hijos. Cuando abrí los ojos, al otro lado del espejo, caminaba junto a Arie. Sólo había paz, los Nazi habían quedado atrás para nosotros y para los otros 86 judíos que caminaban a nuestro lado, sonrientes y felices. La noche de los cristales rotos era sólo un eco apagado, allá, lejos, en Viena, del lado de los que seguían con vida en medio de la pesadilla nazi.


Ágata G.

lunes, 3 de mayo de 2010

Al pie de los santos creció la furia

Debió haberse dado cuenta de mi naturaleza peligrosa. Nunca quise hacerle daño. Le había tomado cariño de tanta rutina juntas, pero debió haberlo sabido. Cada vez que me despertaba y me dejaba en soledad entre cuatro paredes, yo sufría la angustia de saber que el momento llegaría, por su descuido, por su falta de atención, por su inconsciencia. Mis pensamientos eran asaltados constantemente por ese monstruo que habitaba dentro de mi; ese monstruo que yo misma, así de pequeña, podía llegar a ser.


Victoria era una mujer solitaria. Lo podía sentir en mis momentos de vigilia. En ocasiones, desde mi encierro la escuchaba llorar repitiendo el nombre de su hija y esposo difuntos, en otras, discutir por el teléfono casi siempre con José Alberto su hijo, y en ambas situaciones lograba deducir, entre los gritos o los sollozos, que los sonidos que me llegaban eran de copas y botellas de bebidas que ingería sola. El alcohol era un aroma familiar que inundaba la casa. ¿Por qué debía dejarme sola allí?

Los días se repetían. Victoria me despertaba del sueño y me llevaba en brazos a través de aquella casa amoblada por la soledad. Las paredes, que quizás en otros tiempos estuvieron engalanadas con piezas de arte, ahora eran deslucidos muros blancos. En las esquinas se acumulaban los fantasmas, el polvo y la melancolía. Lo único que atrapaba mi vista en el camino hacia mi lugar de encierro era el gran ventanal que servía de marco a la imagen de la ciudad y sus luces titilantes que brillaban en la oscuridad del cielo. Cada día repetido, al pasar junto al ventanal se me ocurría que la vida sucedía allá en aquella ciudad pero nunca dentro de la casa. La pequeña habitación donde me dejaba largas horas al descuido solo contaba con un anaquel lleno de íconos religiosos que proyectaban sombras espectrales y una ventana por la que se abrían paso los vientos alisios…esos vientos secos, llenos de las cenizas que últimamente cubrían la ciudad…esos vientos que al rozarme avivaban la furia, el monstruo. Luego de horas, con el cantar del gallo de los vecinos como acompañamiento, Victoria abría la puerta de mi cárcel y me hacía dormir nuevamente. Yo no deseaba hacerle daño, pero su descuido era un augurio.


Esa noche José Alberto estuvo en casa para tratar temas legales sin ningún atisbo de cercanía familiar, como si Victoria hubiera sido tan solo una actriz de reparto en una película que nadie recordaba. Desde mi lugar los escuchaba discutir sobre los documentos que la mujer debía firmar para poder vender la casa, pero se negaba. Victoria lloraba y le suplicaba al joven que la dejara en paz, le imploraba que viviera su vida, y lamentaba no haber sido la madre que el necesitaba. Yo sentía la brisa avivar mi furia, mi monstruo. ¿Por qué no fue más cuidadosa? Ella era la Dra. Victoria Colmenares, cirujano cardiólogo que había dedicado su vida a desarrollar su carrera para llegar a ser una eminencia en un ambiente signado por el machismo. Comprobó con el tiempo que el costo del éxito profesional había sido su familia desmembrada, separada, sin intimidad. No conocía a sus hijos, ni a su esposo. No los reconocía.

Una ráfaga de brisa árida entró por la ventana de la habitación donde me encontraba y me hizo caer sobre una pequeña alfombra al pie del anaquel de las imágenes religiosas, esas que todas las noches me acompañaban en mi hastío. Podía sentir el monstruo crecer. Si no se daban cuenta lo antes posible, sería imposible detenerlo. Hubiera deseado poder gritar, poder hablar. Yo no quería hacerle daño.
Antes de cerrar la puerta principal de la casa con un fuerte golpe, José Alberto Colmenares, joven ingeniero de ojos verdes y piel almendrada, gritó a su madre que la odiaba. La consideraba culpable del accidente que cercenó la vida de su hermana, aquel día en que luego de una acalorada pelea entre Victoria y Valentina esta última dejó la casa en su vehículo y nunca volvió con vida. Fernando, esposo de la Dra. Colmenares, padre y pilar de sus hijos murió unos meses después abatido por la tristeza. En la mente de José Luis no había cabida para otro sentimiento que no fuese desprecio por el ser que le había dado la vida.

Podía escuchar a Victoria llorar. La furia se apoderaba de la habitación entera, el monstruo ya no vivía dentro de mí. Yo misma era el monstruo. ¿Era tanta la tristeza y el desasosiego de Victoria que no sentía el humo? Las vírgenes y los santos se derretían con la furia que yo no podía contener. Esa era mi naturaleza, y ella debió ser más cuidadosa. La puerta de la pequeña habitación ardió por efecto del monstruo que era yo, y vi a Victoria en la sala dominada por el alcohol. Hubiera querido gritarle que saliera de la casa, que si no buscaba ayuda, moriría. Mi furia engullía todo a su paso, el humo era denso ¡Victoria, despierta! Podía ver en su rostro y en su piel las gotas de sudor por la cercanía del monstruo que era yo. No quería hacerle daño, pero ella debió haberlo sabido.

Las últimas palabras que ella escuchó fueron “Te odio”. No despertó de su sopor mientras mi furia devoraba su casa, su historia, sus fantasmas y a ella misma. Debió haberse dado cuenta de mi naturaleza peligrosa. ¿Por qué dejarme sola a mí, una perversa llama de vela, en aquella habitación para adorar a los santos? Ese descuido, que antes había sido augurio de fatalidad, se convirtió esa noche en su destino.

Ágata G.